Hoy hace una semana que mi Tinito nos dejó. No podía imaginarme siquiera que su pérdida fuera a resultarme tan dolorosa, ni que su ausencia eclipsara totalmente la presencia de los demás.
Tuvo la desgracia de nacer sordo, cosa frecuente en los gatos blancos de ojos azules; y quizás por eso, por ser el más desvalido, se convirtió enseguida en mi favorito y mi protegido. Quizás fuera también esa tara la que le dio un carácter dócil y cariñoso, aceptando las caricias de cualquiera que se le acercara.
Cuando era pequeño, temía por él. Temía el momento en que saliera a la calle, pues su sordera era un gran hándicap para sobrevivir entre coches, perros y demás gatos. Sin embargo, poco a poco fue aprendiendo a sortear dichos obstáculos y se fue ganando mi confianza. Pero de repente, cuando menos me lo esperaba, me di de bruces con la realidad que tanto temía. ¿Cómo expresar el dolor que sentí cuando vi su cuerpo inerte y frío? El corazón me dio un vuelco y creí enloquecer. Lo cogí en mis brazos y lo estreché contra mi pecho con todas mis fuerzas, como queriéndole dar el calor que le faltaba. Grité, lloré y maldecí, atormentándome con preguntas sin respuesta.
¿Cómo explicar con palabras mi aflicción? El lenguaje es demasiado pobre y la palabra “dolor” no transmite dolor alguno. Dicen que el tiempo lo cura todo, pero yo creo que lo único que hace es enseñarnos a sobrevivir con las cicatrices que nos dejan los golpes de la vida.
Intento distraerme, no pensar en él, pero todo me le recuerda. Cuando llegaba a casa, era el primero en salir a recibirme; mientras daba clase, se colaba por la ventana y se paseaba confiadamente por la mesa sabiéndose querido y consentido por mis alumnos; a la hora de comer también era el primero, cómo negarle nada cuando clavaba en mí sus grandes ojos fijos; y mucho menos puedo olvidarme de él cuando me siento un rato a ver la tele, recordando cómo saltaba a mi regazo y se quedaba plácidamente dormido entre mis brazos. Lo único que me consuela un poco es tener la certeza de que ha vivido a cuerpo de rey y la creencia de que ha sido feliz, si es que los gatos pueden serlo, durante su corta vida. Yo sí puedo decir que he disfrutado mucho con su compañía y quiero creer que él también lo ha hecho con la mía.
Decía Anatole France que hasta que no hayas amado a un animal, parte de tu alma estará dormida; y yo me permito añadir que quien acaba traicioneramente con la vida de un ser tan inocente e inofensivo es un malnacido.
Mi Tinito no era simplemente un gato, era parte de mi familia y su partida me ha dejado un gran vacío. No me avergüenzo de llorar su muerte, solamente quien no ha gozado del amor incondicional de un animal es incapaz de entenderlo.
Cuenta una leyenda que, cuando nuestros pequeños amigos nos dejan, cruzan el Puente del Arcoíris para corretear y retozar felices por las vastas praderas y colinas que hay al otro lado; sin embargo, siguen extrañando algo. De repente, uno se queda inmóvil mirando fijamente al horizonte y reconociendo a esa persona especial que dejó al otro lado. Entonces corre velozmente hacia ella para echarse en sus brazos y ser eternamente felices juntos. Y yo, que soy un descreído, quisiera creer en ella para que algún día pueda cruzar ese puente y reunirme de nuevo con mi Tinito.
Aceves
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