Traté asiduamente a Vivencia durante mi infancia y primeros años de juventud. Entonces ella era joven, guapa y muy femenina, siempre la encontrabas arreglada. En esos tiempos todos éramos más pobres y, muy importante, no teníamos televisión en cada casa. Así, buscábamos el encuentro, estar juntos y era frecuente reunirnos entre los vecinos y familiares para pasar las largas veladas de las noches de invierno. En estas reuniones se comentaban los acontecimientos del pueblo y se hablaba mucho de lo que a cada uno nos preocupaba. Nos llegábamos a conocer muy bien.
Vivencia, con su carácter acogedor y que cosía hasta altas horas de la noche, daba cobijo a una de las tertulias más vivas del vecindario. Por entonces yo dormía con mi abuela Eugenia, que vivía en una casita frente a Vivencia y mantenía con ella muy buena relación. Eugenia pertenecía a esa estirpe de mujeres que conocí en la calle Gallegos: pobres, abnegadas y solidarias; siempre estaban dónde se las necesitaba. Así, solía ayudar a Vivencia en algunas pequeñas tareas, especialmente haciéndole recados.
Como decía, mi abuela y yo entrábamos cada noche en casa de Vivencia a pasar un rato. Allí nos concentrábamos un pequeño grupo de personas de diferentes edades, atraídos por el magnetismo que emanaba la personalidad de Vivencia. Se ganaba la vida como modista, oficio que aprendió siendo aún una adolescente, acudiendo durante una cortísima temporada al taller de Teófila (la modista de moda del momento, en el pueblo).
La recuerdo con sus manos siempre ocupadas en la labor, mientras mantenía una conversación chispeante, viva, inteligente e interesante. Nunca afloraba su situación de minusválida, ni quejas, ni amargura. Era una mujer absolutamente realista, adaptada a su situación. Trataba de sacar el máximo partido a sus posibilidades.Vivía con su madre, su gran apoyo; pero cuando su madre se fue, ella siguió firme, con la labor entre las manos.
Se casó con Paulino. No podía ser de otra manera, puesto que no concebía la vida en soledad y tenía que dar salida a su gran vocación de madre. Pronto fue llegando, uno a uno, su extensa prole, y ella les iba recibiendo con la misma naturalidad con que antes había ido recibiendo a sus numerosas alumnas: impávida, sin dejar la labor de las manos. Conoció la pérdida de algunos de sus bebés y después la de su marido. Ella nunca se derrumbó.
Pasado el tiempo, yo la visitaba muy de tarde en tarde, demasiado de tarde en tarde para lo que Vivencia merecía y el regalo que era visitarla. Siempre salía de estas visitas confusa, cuestionándome mi propia vida y reprochándome mis pequeños incomodos y quejas. Por Vivencia no pasaba el tiempo, seguía bella, arreglada, femenina, optimista e inteligente.
Mujer agradecida con la vida, nunca dio muestras de necesitar más de lo que podía ganar con su esfuerzo. Estaba súper, súper orgullosa de sus hijos y nietos, a quien supo guiar y alentar en sus profesiones y aficiones artísticas, como maestra insigne que era. No salía de casa, porque no le interesaba. Supo crearse un mundo propio. Su forma de estar en la sociedad era a través de su obra: sus hijos, sus alumnas, sus vestidos.
Vivencia nació para servir, nunca para ser servida. Reconozco en ella a una heroína anónima, sin premios ni otro reconocimiento social, pero sí es un ejemplo a imitar en estos tiempos en que parece visitarnos el desánimo, la desconfianza y la queja permanente.
Por su tesón, por su optimismo y por su fe en la vida, vaya aquí mi reconocimiento a esta mujer genial. A sus hijos, mi pésame por su pérdida, pero mi enhorabuena por la mujer excepcional que les ha correspondido por madre.
Teresa González Lozano.