martes, 8 de enero de 2019

CARTA A LAURA

Por Teresa González Lozano

Llegué a ejercer mi primer destino de maestra y a la misma edad que Laura, 26 años, en un pueblecito de la sierra de Huelva, que se llama Encinasola. Eran los primeros días de septiembre de 1964.

Me recibió un paisaje agreste y desolado, por lo seco y duro, y un caserío blanco y ocre, con empinadas calles empedradas. El agua que bebíamos había que ir a buscarla a una fuente que distaba kilómetro y medio del pueblo. Enseguida que daba un paseo me encontraba a las afueras del mismo, sin nada que hacer dentro, aparte de cumplir con mi trabajo, porque para mí, recién llegada, no había nada que hacer. Ninguna circunstancia adversa fue capaz de quebrar mi ánimo: era maestra y ese era mi destino. Encontré en él gente maravillosa, pero para eso hubo de pasar algún tiempo. Comprendo la soledad de Laura, sus paseos en solitario y su miedo ante lo desconocido y, sobre todo, ante la barbarie.

¿Por qué su ilusión de ejercer la labor docente para la que, con esfuerzo e ilusión, se había preparado, ha sido pagada con esta moneda? Y más aún, ¿por qué su condición de mujer ha merecido semejante destino?

En estos aciagos tiempos, en que, con demasiada frecuencia, la mujer es la víctima, no podemos caer en el simplismo de criminalizar al sexo masculino sin más. Debe imponerse la cordura y comprender que la monstruosidad radica en determinados seres humanos. Luchemos por parar la barbarie, donde quiera que se encuentre. Éstas son mis 

PALABRAS PARA LAURA LUELMO

El coraje a flor de piel,
tu nombramiento apretado en la mano,
la maletita de chica sola, repleta de ilusión,
universitaria, dinámica, moderna, (una mujer de hoy),
ser maestra rural, tu vocación.

Con todo ese bagaje, llegaste un otoñal día a Nerva.
Sí, quizá tuviste miedo, 
pero no ese miedo:
Era un miedo a no darlo todo,
a que no te hicieras con los alumnos,
a que los compañeros no te aceptaran….

Pero todo eso estuvo muy bien,
el entusiasmo inundó tu corazón, 
acrecentó la fe,
desempolvaste los proyectos, los sueños, 
todo lo aprendido en tantos años de esfuerzo.
Con la ilusión renovada,
al estrenar tu nuevo destino,
echaste a volar.

El monstruo esperaba agazapado y cobarde,
tras la reja de una ventana, al otro lado de la calle.
Aunque la presa era fácil, tenía impaciencia.
Un día, a las cinco de la tarde,
hora de muerte, hora de sangre,
viste al monstruo cara a cara
y ya no pudiste ver nada más.
Porque el miedo anegó tus ojos,
Secó tu boca, paralizó tu sangre…

Maestra rural, ¿por qué te mataron?
¿Por tu juventud, por tu saber, por tu belleza?
Sí, por todo eso, pero principalmente por ser mujer,
por ser bella, por ser libre…
A esa hora enmudecieron las pizarras,
las tizas lloran sangre y las aulas visten crespones negros.

Contigo morimos todas las maestras rurales
que en tantos y tantos pueblos 
lejanos, desconocidos, bellos cuanto extraños,
llegamos con nuestra maletita de cartón,
repleta de ilusiones, también de miedo,
de añoranza y extrañamiento
y mordiendo la angustia, comenzamos a aprender
un oficio maravilloso:

Enseñar, mientras aprendíamos a enseñar.
Aprender a conocer y a amar
una tierra distante y a una gente que,
en cuanto salvamos los primeros saludos,
resultaron estupendos convecinos, 
siempre dispuestos a mostrarse amigables,
a ayudar, a hacer la vida un poco más fácil, 
como si comprendieran, aun sin hablar,
a la maestra venida de lejos que se sentía sola.

No encontramos monstruos.
Esa ha sido tu mala suerte, Laura.
Lástima que no te dio tiempo a encontrar allí
a los amigos que te estaban destinados,
ni a percibir el olor del romero florecido,
ni cómo huele la tierra cuando llueve.

En tu lecho de jara y tomillo,
con el nombramiento apretado en la mano
y tu talento vestido de luz,
lloramos tu muerte absurda e indebida,
porque te queremos ante los alumnos,
impartiendo tu saber, tu alegría de vivir y tu fe. 
Descansa en paz, Laura, maestrita rural.

Teresa González Lozano.
Barcelona, 27 de diciembre de 2018.

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