Noviembre dora sus tardes
y viste al aire de una calma postrera.
A lo largo del camino,
blanco de caliza y huellas anónimas,
la vista se pierde
entre un cielo límpido y la ancha campiña.
Sólo el monte marca el horizonte y, en ese espacio,
todo se organiza cual tablero de ajedrez:
Atisbo el castillo de Íscar, allá en el saliente, donde el monte acaba y el caserío, como cuentas de collar, rueda y se desparrama ladera abajo. El resto, hasta la cumbre, festón de pinos jóvenes que se aprietan formando un manto verde.
En la cumbre misma, las encinas asoman su cresta rasgando la lisura del cielo azul. Más abajo, las tierras de labor ordenadas en cuadrícula, donde el tractor pone su estridente gemido mientras prepara la tierra para la cercana sementera.
Las lluvias de octubre han traído a los rastrojos la ilusión de primavera y éstos han reverdecido frenéticos, engañados por las suaves temperaturas del “Veranillo de San Martín”.
Los insectos, precavidos, se retiraron a su sueño invernal. Pero el cielo está cuajado de pájaros que se entrecruzan en el aire y pelean, nerviosos, por el preciado alimento.
A lo lejos, un rebaño de ovejas (quizá único superviviente de los otrora abundantes en estos páramos), se confunde con la grisura de la tierra recién arada y disputa con bandadas de grajos y palomas el rico bocado que el labrador va desenterrando con su arado.
¡Qué paz!
El alma se apacigua y se repliega.
¿Qué soy yo de dentro de esta armonía?
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