Por Juan Martín Salamanca
No se llaman estas líneas ‘Memoria de un carretero’ porque sean la semblanza de un carretero, al menos no sólo por eso, ni siquiera principalmente por eso. Se llaman así porque de entre las muchas virtudes de mi abuelo —como todo el mundo tuvo defectos y nada más lejos de mi intención que caer en esa costumbre tan odiosa de santificar a los que mueren por el mero hecho de morirse—, yo me quedo con su memoria.
Foto: Cruz Catalina.
Mi abuelo se ha ido a los noventa y nueve años, lo que equivale a decir que vivió un siglo. Es cierto que en estos días mucha gente ha recordado lo cerca que se ha quedado de la centena, como si eso añadiera tragedia a la pérdida en sí, lo cual me recuerda aquella anécdota que una vez escuché al periodista y escritor Juan Tallón acerca de la madre de Jorge Luis Borges, quien falleció también a los noventa y nueve. Cuentan que durante el funeral, una mujer lamentó ante su hijo la no consecución del siglo, a lo que el célebre autor argentino respondió: “No sabía, señora, que fuera tan devota de los números decimales”. Cierto o no, concluiremos, si me lo permiten, que mi abuelo vivió un siglo.
Una vida tan dilatada te convierte en fedatario de muchos epígrafes del libro de Historia. Mi abuelo nació el año en que medio mundo se moría de gripe y el otro medio tenía la desfachatez de llamarle gripe española como si no tuviéramos ya los españoles bastantes cargos de los que defendernos en los tribunales de lo acontecido, conoció dos dictaduras y la más violenta de nuestras recurrentes guerras civiles, una Transición que ahora queremos devaluar cual festival de Eurovisión y un cambio de moneda por el que su pensión dejó de apellidarse en pesetas y pasó a hacerlo en euros. Sufrió frío y hambre destinado con la tropa en Asturias, donde robar una cabra a un pobre pastor era el pecado venial que evitaba la inanición de los soldados y donde ser espabilado con las letras le valió un puesto cerca de burócratas castrenses y lejos de las balas. No fue ese su único destino en una contienda a la que lo llamaron a unirse allá por el 38 con un sucesivo servicio militar en la postguerra. Padre de cuatro hijos y abuelo de ocho nietos, vivió lo bastante para conocer dos biznietos, uno de los cuales, por cierto, lleva su mismo nombre y sus mismos apellidos. Antes de disfrutar de esa estirpe y conocer a su gran compañera, mi abuela Águeda, hubo Alejandro Martín González de saborear las hieles de la viudedad apenas un año después de casarse por primera vez, ello tras haber perdido a un hermano que murió bien joven y un padre que dejó este mundo cuando él comenzaba a saberse adulto. Sin continuar en la escuela más allá de los trece años, tuvo tiempo de acumular una vasta cultura que lo acompañaría hasta el final de sus días.
Y entre tanto, hizo carros, muchos carros, de madera primero, metálicos y con rueda de goma después. Tirados por animales, al principio, empujados por tractores, más tarde, adaptados a los nuevos camiones, también, y ya puestos a trabajar el hierro, por qué no meterse con rejas o estufas, como bien recogería en una entrevista mi amigo Carlos Arranz Santos. Tan ligado estuvo a su taller de la calle Maragatos, el cual regentaba con su hermano Máximo bajo el nombre de Hijos de Benito Martín, que anexo a él debía velarse su cuerpo, antes de su funeral en la misma iglesia a la que lo acompañaba los domingos precedentes a mi primera comunión, cuando aún no me había alejado de esos ambientes.
Es lo que tiene vivir un siglo, que da para mucho, pero de nada sirve si, presa del paso del tiempo, la memoria se diluye entre el envejecer de la carne. Ahí apareció la memoria del carretero, la que lo siguió hasta el final, la que le permitía, en el ocaso de su vida, recordar los lemas de unos y otros durante la segunda república o repetir fragmentos de obras de Blasco Ibáñez que un día leyó en su libro de clase. Días antes de morir, fruto de esa hambre de conocimiento y ese disco duro privilegiado, y consciente asimismo de que el viaje iba llegando a destino, logró centrar su voz cansada para recitar las coplas de Jorge Manrique, a quien yo ahora recurro para decir que aunque la vida murió, nos dejó harto consuelo su memoria.
Es la mejor herencia que jamás me hubiera podido legar, su memoria, quizá no hasta el extremo de la suya, quizá no tan duradera por culpa de la facilidad de consulta que ofrecen las nuevas tecnologías, pero es mi motivo de orgullo, eso y un cabello que aguanta en su sitio durante una centuria.
Austero como buen castellano, no le faltaba su punto de terco orgullo, el que no le dejó resignarse a la silla de ruedas a pesar de arrastrar ya tantas décadas en su maltrecha cadera, obligándose a tirar de andador cada vez que tenía ocasión y ayuda de alguien. El paso del tiempo le mermó primero la vista, luego el andar y el oído. En sus últimos días se le atascaba a ratos el habla, pero no su primordial memoria.
Amigo de beber su vino en porrón y no en copa, supo cuidar de una esposa condenada a una máquina de oxígeno, la cual sacaba fuerzas a pesar de ello para preparar los macarrones con tomate a los que me convidaban siendo niño. Ojalá entonces hubiera sabido valorar y agradecer más esos momentos, tanto como ahora, cuando ya son, junto con el juego de arquitectura con el que me entretenía cada domingo en su casa, pasto de la manida memoria y alimento de la nostalgia.
Sirvan estas líneas de postrer ósculo para quien mecánicamente me recibía con un: “da un beso a abuelo”, la frase que quizá más he recordado este fin de semana, esperando oírsela una última vez, así como con el título de aquella película argentina de Richard Harlan que repetía a quien quisiera escucharlo cuando lo visitaba en compañía de mi güera chula: “De México llegó el amor”.
De México llegó, pero sólo para sumarse al que desde hacía treinta años me profesaba, y desde hace noventa y nueve a todos los que lo rodearon, mi abuelo, Alejandro ‘el carretero’.
No hay comentarios:
Publicar un comentario