Yo soy la mítica Helena de Troya.
Aquella a la que la historia ha envuelto en un halo de misterio y para la que ha urdido una tupida telaraña de gracias y desgracias, venturas, desventuras, traiciones, odios y venganzas, guerras y males sin cuento.
¡Bien! De mí se dice que era la mujer más bella del orbe, nadie se me igualaba en gracia y donosura. Mi fama era tal que llegué a ser la más deseada y admirada de cuantas damas se conocían en ciudades y reinos.
Entre este maremoto de adulación, no podían faltar las partidas opuestas: a su vez fui infiel, lasciva, voluble, capaz de traicionar a mi pueblo por amor y muchas cosas más. Tantas y tantas cosas se han dicho que, a mí misma, me resulta difícil discernir la verdad de la fábula; lo real de lo inventado. Y son muchas las ocasiones en que me he parado a pensar en los acontecimientos y vicisitudes de mi vida y muchas más las que me he preguntado:
-¿Quién soy yo?
Casi siempre he abandonado la tarea a medio camino por lo difícil y doloroso que me resulta y…
- ¿Por qué no decirlo? Por la pereza y el miedo que da siempre llegar a determinadas verdades. Ahora me dispongo a dar un paso adelante y, ante vosotros, exponer las claves de mi verdad a fin de que puedan ser juzgadas desde la distancia y la imparcialidad.
Aunque me nombran Helena de Troya, nací y crecí en Esparta, ciudad ciertamente bella, regada por el mítico río Eurotas y dominando las escarpadas llanuras del Peloponeso. En mi tiempo, la más poderosa, culta y bella ciudad-estado del orbe conocido. Sus imponentes murallas hacían de ella una ciudad inexpugnable…
Se dice que nací de la unión adúltera del dios de dioses Zeus y de Leda, esposa del rey Tíndaro. Zeus que debe transformarse en cisne, a fin de conseguir a Leda, que a su vez se había convertido en oca, huyendo del cerco del dios… ¡menudo lío! Estas cosas tiene la mitología. Personalmente, hubiera preferido nacer, como todo mortal, de un hombre y de una mujer, mortales ambos y haber tenido una vida mortal. Para los efectos terrenales, Tíndaro fue mi padre.
Desde la cuna mi excepcional belleza despertó la admiración y el deseo de todos los hombres que me conocieron. Tanto es así que, siendo una niña, fui raptada y violada por Teseo, rey de Atenas, ciudad-estado rival de Esparta, rica, culta y tan poderosa como ella. Pudo ser éste mi esposo, ya que en aquel tiempo a las mujeres, y más si éramos principales, nos casaban muy temprano y sin preguntarnos demasiado. Pero, mira por dónde, mi familia, que tenía sobre mí sus propios planes, lo tomó a mal y lo que podría haber sido un asunto a tratar entre familias, pasó a ser una afrenta imperdonable que mis hermanos, Cástor y Pólux, lograron convertir en una afrenta de Estado, es decir, la afrenta a todos los espartanos, Declararon la guerra a Atenas y después de largo tiempo, mucha sangre vertida y yo mancillada a tope, fui liberada mediante las armas. Yo me pregunto:
- Si ya tenía un esposo, aunque el procedimiento no fuera demasiado correcto (¿Cuáles eran en ese tiempo los procedimientos correctos?)
- ¿Por qué no dejarme en Atenas, ciudad culta, moderna y civilizada?
- ¡Pues no! Tuvieron que ir los valientes de mis hermanos a defender mi honor provocando una guerra.
Siendo aún muy joven, pero llegada la hora de desposarme, eran constantes las embajadas que llegaban a palacio solicitando mi mano. Tantos eran mis pretendientes que Tíndaro temió que, entre ellos, estallara una guerra. Para evitarlo, promovió la firma de un pacto entre todos ellos mediante el cual se comprometían a respetar mi voluntad en la elección de esposo y a acudir en auxilio del agraciado, si era atacado o vulnerada de alguna manera su integridad matrimonial.
Aunque mi padre, Tíndaro, hombre ambicioso y estratega consumado, había prometido casarme bajo mi elección libre y sin imposiciones, faltó enteramente a su promesa y concertó en secreto mi enlace con Menelao, hijo del rey de Micenas y hermano del poderoso Agamenón, con los que deseaba establecer lazos estratégicos de poder político económico y militar. Como se puede ver, una boda muy ventajosa para los intereses de Troya. Para mis intereses, sería cosa a discutir.
La ceremonia y todo lo que la rodeó estuvieron cargados de tronido. Fue una boda de mucho glamur, acudió a ella toda la jet set de la de la Grecia Clásica. Apenas me acuerdo pero supongo que yo estuve encantada con la idea de desposarme con señor tan principal y, sobre todo, loca de coquetería entre el boato, la adulación y el mundo rodando a mis pies.
Menelao era un hombre fornido, bregado en la lucha, valiente, aún gallardo y muy, muy ambicioso, pero también era mucho mayor que yo. Resultó estar un poco cansado para las tareas del amor conyugal: muy insulso en la cama y poco familiar. Pasaba los días ocupado en asuntos bélicos y burocráticos y las noches, relajándose entre amigos, bebida y meretrices. Yo, aunque me las daba de experimentada, era una muchacha que no pasaba de los dieciséis años. Al principio, le esperaba encendida de deseo, entre tules y tafetanes; perfumada y preparada con esmero por las esclavas para el rito del amor conyugal, así una noche tras otra. Cuando Menelao llegaba, si es que llegaba, estábamos cansados, yo de esperarle y él de… y en la primera escaramuza se acababa el combate. Con el tiempo aprendí a no esperar y calmaba mis ardores dedicada al oficio palaciego más antiguo, la intriga. Llegué a ser tan buena en la materia que me empezaron a temer, nunca mejor dicho, tirios y troyanos.
Cuando vi llegar a Paris, en medio de su impresionante séquito, joven, bello, con la melena de rizos al viento, su pose arrogante y atrevida, vestidura informal y verbo fácil, los ojos se me agrandaron y el corazón se me salía enteramente del pecho. Ahora creo que el resultado habría sido el mismo, pero en ese momento eché de menos un brazo fuerte que me hubiera sostenido ante tan irremediable caída: El oportuno de mi marido, no estaba allí para recibir a la imponente embajada troyana, por haber tenido que navegar hasta la lejana Creta, para asistir al entierro de su abuelo Cátreo.
Paris, que como joven era apresurado, no pudo esperar a rendir mi débil voluntad y me raptó, esto sin ser necesario porque yo me habría ido con él ante la más mínima insinuación, pero no, debía poner a prueba su condición de macho y, claro, me violó antes de llegar a Troya.
¿Qué consecuencias tuvo esto? Os lo podéis imaginar. La guerra más cruel y larga de toda la mitología.
Menelao no podía sufrir una humillación semejante. Su joven y bellísima esposa en brazos de un joven y también bello enemigo. Todo lo foráneo es, en principio, enemigo, aunque forme parte de una comisión de Buena Voluntad. Desempolvó el antiguo pacto promovido por Tíndaro ante mis numerosos pretendientes y convocó a todos los caballeros de cien millas a la redonda para que acudieran en su auxilio, y ahí tienes a lo más granado de la caballería espartana de la época marchando sobre Troya. Sí que era una ciudad inexpugnable, con sus altas murallas, sus fosos insalvables y sus defensas bien establecidas. Los míticos guerreros espartanos, los mejor preparados, los más disciplinados, los invencibles guerreros espartanos tardaron diez años en someterla. Y para eso, tuvieron que recurrir al engaño, consistente, como ya sabéis, en ofrecer un regalo a sus enemigos: el famoso Caballo de Troya. Un caballo de madera imponente, con una enormísima panza. En ella iba escondido mi marido, Menelao, con los guerreros de su máxima confianza. Pretendían sorprender a los troyanos en medio del sueño, abrir las puertas de la ciudad y pasar a cuchillo a toda la población. El mayor galardón seríamos Paris y yo, que deberíamos morir sí o sí.
Pero ¿qué harían esos grandes hombres, durante diez años, para hacerse con una ciudad en la que el mayor interés era rescatar a una mujer adúltera y traidora a su pueblo, que, por otra parte, los troyanos ya no necesitaban ni querían para entonces? Porque pasado el gran ardor de Paris, pasé a un segundo o tercer plano y no diría yo que vegetaba entre las almenas de la gran ciudad, pero poco le faltaba. No me preguntaron las razones que me habían llevado a faltar al juramento de fidelidad dado a mi esposo, ni tampoco si estaba arrepentida y quería volver a mi país. Se enzarzan en una guerra de diez años de duración. Claro que había otra motivación más fuerte que el amor a una mujer, por más bella que ésta sea. Me refiero al ansia de poder, el deseo de humillar y someter a una ciudad entera, con sus habitantes, sus riquezas y su situación geográfica, con posibilidades de más y más poder. También existía una motivación personal de Menelao, que logró contagiar al pueblo de Esparta, como habían hecho mis hermanos en el caso de Atenas. Su masculinidad afrentada. ¡Ay, amigos! Ante eso no hay quien pare al macho herido en su orgullo de ídem. Así, estoy segura de que en esta contienda, cuya culpa ha recaído enteramente sobre mí, me tomaron como pretexto y fui una víctima más.
¿Se han preguntado qué harían tantos soldados reunidos frente a una ciudad, esperando a ver quién sale o qué pasa y cuál es el mejor momento para atacar? Se lo pueden imaginar: negociar, reunirse, parlamentar con las fuerzas vivas de la ciudad sitiada, y entre tanto, se invitaban a comer, se emborrachaban juntos (troyanos y espartanos) y se prestaban a sus putas. De vez en cuando se zurraban de lo lindo, luego todo volvía a sus cauces. Ellos estaban bien. ¡La paz podía esperar!
En este largo asedio también se me atribuye mi parte de traición. Cuando los caballeros espartanos permanecían encerrados en la panza del caballo, se dice que, junto a Paris, daba vueltas alrededor de dicho caballo fingiendo las voces de las esposas de éstos para hacerlos caer en la tentación de salir y ser descubiertos. Pero ¡qué tontería!: si los troyanos sospechaban que esto ocurría, lo más fácil hubiera sido romper con las armas la panza del caballo y pillar al enemigo in fraganti.
¡Digo yo!
Una cuestión que la gente no conoce es que esos guerreros eran tan disciplinados y estaban tan, tan programados para la guerra, que por mucho que sus mujeres les llamaran, era difícil de todo punto que las hubieran hecho caso.
Al final, la contienda acabó, como en las buenas películas del Oeste: en duelo entre los dos contrincantes principales, es decir, entre Menelao y Paris. Los dos resultaron gravemente heridos, como se espera de dos machos cabríos enfurecidos por la afrenta. Yo quedé con el corazón dividido, sin saber a quién de ellos acudir. De buena gana hubiera dado media vuelta y habría huido lejos de allí, donde nadie me conociera, donde no me alcanzara el poder de Menelao ni la astucia de Paris. Pero tenía a dos ciudades expectantes: Esparta que esperaba con ansiedad a sus guerreros victoriosos y con el honor restaurado, una vez castigada la adúltera, la licenciosa, la culpable (algunos, muy pocos, me tildaron de rebelde, de mujer de carácter que defendió a toda costa su libertad de elegir en el amor); por otro lado, tenía al pueblo de Troya, harto de ver frente a sus murallas y durante tanto tiempo a esos haraganes de asediadores, violando a sus mujeres, diezmando sus campos y destruyendo poco a poco su estabilidad. Yo era el icono de tanto dolor.
Ante mi duda, intervino Artemisa, es decir, la voz de mi conciencia del deber, tan arraigada en mí, cincelada desde niña en mi persona. Harta de Paris y su arrogante juventud, volví humillada y vencida con mi esposo, le curé las heridas y lavé su cuerpo. La historia dice que ante mi gran belleza, nuevamente cayó rendido de amor y que me perdonó la vida y vivimos el resto en armonía. Sí, me perdonó la vida, porque como hija del dios Zeus, sabía que era inmortal, pero siguió sin respetarme como esposa. A partir de entonces mi espíritu rebelde claudicó; aunque reina y en palacio, yo era esclava. Lo siguiente, que los vencedores me siguieran humillando, me daba lo mismo.
Un día, ya anciana, harta de tanta belleza y tanta divinidad y sumida en mis propias intrigas, abandoné sigilosamente el palacio y me fui a la región montañosa de Esciritis, habitada por pastores. Allí comencé una vida sencilla y pobre de anciana campesina. Rogué a mi padre, el dios Zeus, me apeara de mi rango de divinidad y me diera una naturaleza mortal, como la de cualquier humano. Así viví hasta que llegó mi hora. Puedo asegurar que fueron los mejores años de mi existencia.
Mi padre, el dios Zeus, desoyó en parte mi petición y aunque me concedió la mortalidad corporal, dejó mi espíritu depositado en el Olimpo. Desde allí vagan mi fama y nombre hasta el final de los tiempos.
Teresa González Lozano
Barcelona, 3 de mayo de 2020
Aquella a la que la historia ha envuelto en un halo de misterio y para la que ha urdido una tupida telaraña de gracias y desgracias, venturas, desventuras, traiciones, odios y venganzas, guerras y males sin cuento.
¡Bien! De mí se dice que era la mujer más bella del orbe, nadie se me igualaba en gracia y donosura. Mi fama era tal que llegué a ser la más deseada y admirada de cuantas damas se conocían en ciudades y reinos.
Entre este maremoto de adulación, no podían faltar las partidas opuestas: a su vez fui infiel, lasciva, voluble, capaz de traicionar a mi pueblo por amor y muchas cosas más. Tantas y tantas cosas se han dicho que, a mí misma, me resulta difícil discernir la verdad de la fábula; lo real de lo inventado. Y son muchas las ocasiones en que me he parado a pensar en los acontecimientos y vicisitudes de mi vida y muchas más las que me he preguntado:
-¿Quién soy yo?
Casi siempre he abandonado la tarea a medio camino por lo difícil y doloroso que me resulta y…
- ¿Por qué no decirlo? Por la pereza y el miedo que da siempre llegar a determinadas verdades. Ahora me dispongo a dar un paso adelante y, ante vosotros, exponer las claves de mi verdad a fin de que puedan ser juzgadas desde la distancia y la imparcialidad.
Aunque me nombran Helena de Troya, nací y crecí en Esparta, ciudad ciertamente bella, regada por el mítico río Eurotas y dominando las escarpadas llanuras del Peloponeso. En mi tiempo, la más poderosa, culta y bella ciudad-estado del orbe conocido. Sus imponentes murallas hacían de ella una ciudad inexpugnable…
Se dice que nací de la unión adúltera del dios de dioses Zeus y de Leda, esposa del rey Tíndaro. Zeus que debe transformarse en cisne, a fin de conseguir a Leda, que a su vez se había convertido en oca, huyendo del cerco del dios… ¡menudo lío! Estas cosas tiene la mitología. Personalmente, hubiera preferido nacer, como todo mortal, de un hombre y de una mujer, mortales ambos y haber tenido una vida mortal. Para los efectos terrenales, Tíndaro fue mi padre.
Desde la cuna mi excepcional belleza despertó la admiración y el deseo de todos los hombres que me conocieron. Tanto es así que, siendo una niña, fui raptada y violada por Teseo, rey de Atenas, ciudad-estado rival de Esparta, rica, culta y tan poderosa como ella. Pudo ser éste mi esposo, ya que en aquel tiempo a las mujeres, y más si éramos principales, nos casaban muy temprano y sin preguntarnos demasiado. Pero, mira por dónde, mi familia, que tenía sobre mí sus propios planes, lo tomó a mal y lo que podría haber sido un asunto a tratar entre familias, pasó a ser una afrenta imperdonable que mis hermanos, Cástor y Pólux, lograron convertir en una afrenta de Estado, es decir, la afrenta a todos los espartanos, Declararon la guerra a Atenas y después de largo tiempo, mucha sangre vertida y yo mancillada a tope, fui liberada mediante las armas. Yo me pregunto:
- Si ya tenía un esposo, aunque el procedimiento no fuera demasiado correcto (¿Cuáles eran en ese tiempo los procedimientos correctos?)
- ¿Por qué no dejarme en Atenas, ciudad culta, moderna y civilizada?
- ¡Pues no! Tuvieron que ir los valientes de mis hermanos a defender mi honor provocando una guerra.
Siendo aún muy joven, pero llegada la hora de desposarme, eran constantes las embajadas que llegaban a palacio solicitando mi mano. Tantos eran mis pretendientes que Tíndaro temió que, entre ellos, estallara una guerra. Para evitarlo, promovió la firma de un pacto entre todos ellos mediante el cual se comprometían a respetar mi voluntad en la elección de esposo y a acudir en auxilio del agraciado, si era atacado o vulnerada de alguna manera su integridad matrimonial.
Aunque mi padre, Tíndaro, hombre ambicioso y estratega consumado, había prometido casarme bajo mi elección libre y sin imposiciones, faltó enteramente a su promesa y concertó en secreto mi enlace con Menelao, hijo del rey de Micenas y hermano del poderoso Agamenón, con los que deseaba establecer lazos estratégicos de poder político económico y militar. Como se puede ver, una boda muy ventajosa para los intereses de Troya. Para mis intereses, sería cosa a discutir.
La ceremonia y todo lo que la rodeó estuvieron cargados de tronido. Fue una boda de mucho glamur, acudió a ella toda la jet set de la de la Grecia Clásica. Apenas me acuerdo pero supongo que yo estuve encantada con la idea de desposarme con señor tan principal y, sobre todo, loca de coquetería entre el boato, la adulación y el mundo rodando a mis pies.
Menelao era un hombre fornido, bregado en la lucha, valiente, aún gallardo y muy, muy ambicioso, pero también era mucho mayor que yo. Resultó estar un poco cansado para las tareas del amor conyugal: muy insulso en la cama y poco familiar. Pasaba los días ocupado en asuntos bélicos y burocráticos y las noches, relajándose entre amigos, bebida y meretrices. Yo, aunque me las daba de experimentada, era una muchacha que no pasaba de los dieciséis años. Al principio, le esperaba encendida de deseo, entre tules y tafetanes; perfumada y preparada con esmero por las esclavas para el rito del amor conyugal, así una noche tras otra. Cuando Menelao llegaba, si es que llegaba, estábamos cansados, yo de esperarle y él de… y en la primera escaramuza se acababa el combate. Con el tiempo aprendí a no esperar y calmaba mis ardores dedicada al oficio palaciego más antiguo, la intriga. Llegué a ser tan buena en la materia que me empezaron a temer, nunca mejor dicho, tirios y troyanos.
Cuando vi llegar a Paris, en medio de su impresionante séquito, joven, bello, con la melena de rizos al viento, su pose arrogante y atrevida, vestidura informal y verbo fácil, los ojos se me agrandaron y el corazón se me salía enteramente del pecho. Ahora creo que el resultado habría sido el mismo, pero en ese momento eché de menos un brazo fuerte que me hubiera sostenido ante tan irremediable caída: El oportuno de mi marido, no estaba allí para recibir a la imponente embajada troyana, por haber tenido que navegar hasta la lejana Creta, para asistir al entierro de su abuelo Cátreo.
Paris, que como joven era apresurado, no pudo esperar a rendir mi débil voluntad y me raptó, esto sin ser necesario porque yo me habría ido con él ante la más mínima insinuación, pero no, debía poner a prueba su condición de macho y, claro, me violó antes de llegar a Troya.
¿Qué consecuencias tuvo esto? Os lo podéis imaginar. La guerra más cruel y larga de toda la mitología.
Menelao no podía sufrir una humillación semejante. Su joven y bellísima esposa en brazos de un joven y también bello enemigo. Todo lo foráneo es, en principio, enemigo, aunque forme parte de una comisión de Buena Voluntad. Desempolvó el antiguo pacto promovido por Tíndaro ante mis numerosos pretendientes y convocó a todos los caballeros de cien millas a la redonda para que acudieran en su auxilio, y ahí tienes a lo más granado de la caballería espartana de la época marchando sobre Troya. Sí que era una ciudad inexpugnable, con sus altas murallas, sus fosos insalvables y sus defensas bien establecidas. Los míticos guerreros espartanos, los mejor preparados, los más disciplinados, los invencibles guerreros espartanos tardaron diez años en someterla. Y para eso, tuvieron que recurrir al engaño, consistente, como ya sabéis, en ofrecer un regalo a sus enemigos: el famoso Caballo de Troya. Un caballo de madera imponente, con una enormísima panza. En ella iba escondido mi marido, Menelao, con los guerreros de su máxima confianza. Pretendían sorprender a los troyanos en medio del sueño, abrir las puertas de la ciudad y pasar a cuchillo a toda la población. El mayor galardón seríamos Paris y yo, que deberíamos morir sí o sí.
Pero ¿qué harían esos grandes hombres, durante diez años, para hacerse con una ciudad en la que el mayor interés era rescatar a una mujer adúltera y traidora a su pueblo, que, por otra parte, los troyanos ya no necesitaban ni querían para entonces? Porque pasado el gran ardor de Paris, pasé a un segundo o tercer plano y no diría yo que vegetaba entre las almenas de la gran ciudad, pero poco le faltaba. No me preguntaron las razones que me habían llevado a faltar al juramento de fidelidad dado a mi esposo, ni tampoco si estaba arrepentida y quería volver a mi país. Se enzarzan en una guerra de diez años de duración. Claro que había otra motivación más fuerte que el amor a una mujer, por más bella que ésta sea. Me refiero al ansia de poder, el deseo de humillar y someter a una ciudad entera, con sus habitantes, sus riquezas y su situación geográfica, con posibilidades de más y más poder. También existía una motivación personal de Menelao, que logró contagiar al pueblo de Esparta, como habían hecho mis hermanos en el caso de Atenas. Su masculinidad afrentada. ¡Ay, amigos! Ante eso no hay quien pare al macho herido en su orgullo de ídem. Así, estoy segura de que en esta contienda, cuya culpa ha recaído enteramente sobre mí, me tomaron como pretexto y fui una víctima más.
¿Se han preguntado qué harían tantos soldados reunidos frente a una ciudad, esperando a ver quién sale o qué pasa y cuál es el mejor momento para atacar? Se lo pueden imaginar: negociar, reunirse, parlamentar con las fuerzas vivas de la ciudad sitiada, y entre tanto, se invitaban a comer, se emborrachaban juntos (troyanos y espartanos) y se prestaban a sus putas. De vez en cuando se zurraban de lo lindo, luego todo volvía a sus cauces. Ellos estaban bien. ¡La paz podía esperar!
En este largo asedio también se me atribuye mi parte de traición. Cuando los caballeros espartanos permanecían encerrados en la panza del caballo, se dice que, junto a Paris, daba vueltas alrededor de dicho caballo fingiendo las voces de las esposas de éstos para hacerlos caer en la tentación de salir y ser descubiertos. Pero ¡qué tontería!: si los troyanos sospechaban que esto ocurría, lo más fácil hubiera sido romper con las armas la panza del caballo y pillar al enemigo in fraganti.
¡Digo yo!
Una cuestión que la gente no conoce es que esos guerreros eran tan disciplinados y estaban tan, tan programados para la guerra, que por mucho que sus mujeres les llamaran, era difícil de todo punto que las hubieran hecho caso.
Al final, la contienda acabó, como en las buenas películas del Oeste: en duelo entre los dos contrincantes principales, es decir, entre Menelao y Paris. Los dos resultaron gravemente heridos, como se espera de dos machos cabríos enfurecidos por la afrenta. Yo quedé con el corazón dividido, sin saber a quién de ellos acudir. De buena gana hubiera dado media vuelta y habría huido lejos de allí, donde nadie me conociera, donde no me alcanzara el poder de Menelao ni la astucia de Paris. Pero tenía a dos ciudades expectantes: Esparta que esperaba con ansiedad a sus guerreros victoriosos y con el honor restaurado, una vez castigada la adúltera, la licenciosa, la culpable (algunos, muy pocos, me tildaron de rebelde, de mujer de carácter que defendió a toda costa su libertad de elegir en el amor); por otro lado, tenía al pueblo de Troya, harto de ver frente a sus murallas y durante tanto tiempo a esos haraganes de asediadores, violando a sus mujeres, diezmando sus campos y destruyendo poco a poco su estabilidad. Yo era el icono de tanto dolor.
Ante mi duda, intervino Artemisa, es decir, la voz de mi conciencia del deber, tan arraigada en mí, cincelada desde niña en mi persona. Harta de Paris y su arrogante juventud, volví humillada y vencida con mi esposo, le curé las heridas y lavé su cuerpo. La historia dice que ante mi gran belleza, nuevamente cayó rendido de amor y que me perdonó la vida y vivimos el resto en armonía. Sí, me perdonó la vida, porque como hija del dios Zeus, sabía que era inmortal, pero siguió sin respetarme como esposa. A partir de entonces mi espíritu rebelde claudicó; aunque reina y en palacio, yo era esclava. Lo siguiente, que los vencedores me siguieran humillando, me daba lo mismo.
Un día, ya anciana, harta de tanta belleza y tanta divinidad y sumida en mis propias intrigas, abandoné sigilosamente el palacio y me fui a la región montañosa de Esciritis, habitada por pastores. Allí comencé una vida sencilla y pobre de anciana campesina. Rogué a mi padre, el dios Zeus, me apeara de mi rango de divinidad y me diera una naturaleza mortal, como la de cualquier humano. Así viví hasta que llegó mi hora. Puedo asegurar que fueron los mejores años de mi existencia.
Mi padre, el dios Zeus, desoyó en parte mi petición y aunque me concedió la mortalidad corporal, dejó mi espíritu depositado en el Olimpo. Desde allí vagan mi fama y nombre hasta el final de los tiempos.
Teresa González Lozano
Barcelona, 3 de mayo de 2020
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