Con la intención de contribuir a hacer visible el sufrimiento de las personas que padecieron y aún padecen malos tratos en el seno de la familia, trato de narrar hechos que subyacen en la memoria de una niña que, con toda seguridad, no poseía todas las claves ni los datos se ajustarán exactamente a lo sucedido, ni siquiera sé si, a ciencia cierta, sucedió o lo creó la mente fantasiosa de mi infancia.
Digo esto por el parecido que el relato pueda guardar con otros casos de la misma índole, convencida plenamente de que los casos de violencia familiar guardan todos entre sí una gran semejanza, es decir, en ningún caso están justificados.
Digo esto por el parecido que el relato pueda guardar con otros casos de la misma índole, convencida plenamente de que los casos de violencia familiar guardan todos entre sí una gran semejanza, es decir, en ningún caso están justificados.
CÁNDIDA
En las tórridas tardes de verano, mientras los mayores hacían la siesta, la chiquillería de mi barrio, sin que nadie la convocara, solía reunirse ante la casa de "La calleja" para ser testigo del espectáculo que se desarrollaba de puertas adentro. La voz corría como la pólvora: "Ya está Chavín pegando a la Cándida".
Puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Por turnos pegábamos el ojo o el oído a las rendijas y agujeros que dejaba la madera envejecida en la puerta. En realidad, no se veía gran cosa, con un poco de suerte, se adivinaban unos cambios de luz proyectados en el portal a medida que los de dentro atravesaban el exiguo campo visual. En cuanto al oído, se percibía la voz airadamente ebria de Chavín lanzando obscenidades e insultos contra su mujer e hijos, y al fondo unos gemidos ahogados, apenas llanto contenido y, desde luego, ni un grito ni una voz de socorro; también se oían golpes intemperados sobre los muebles o sobre el suelo.
El espectáculo duraba un tiempo que no sabría precisar. De repente, el silencio... Al cabo de un largo rato la casa volvía a la normalidad, se iban entreabriendo ventanas y puerta. Aparecía Cándida aseada, silenciosa, con la cabeza humillada y a veces restos de la resaca marcados en el rostro, dispuesta a atender a la clientela de vecinas que pronto comenzaría a llegar a su pequeña tienda de frutas y verduras a proveerse de lo necesario para la merienda de los suyos, niños y adultos, que se encontraban cosechando en las eras o regando en las huertas. Esta mujer, principalmente en verano, no sólo regentaba la tienda, atendía también la casa, con su numerosa prole y ayudaba a su marido en la huerta.
Chavín era propietario de una huerta en la que cultivaba hortalizas y, además, se ayudaba económicamente haciendo transportes de yeso hasta las estaciones de ferrocarril de Medina del Campo y de Olmedo. Al regreso aprovechaba para cargar el carro de frutas y otros productos alimenticios para la tienda de Cándida y, también, solía llenarse el buche de alcohol hasta quedarse ciego. Al llegar a casa, pagaba los estragos de la borrachera con los suyos, hasta que el cansancio lo vencía y se dormía en cualquier rincón, mientras la vida volvía a la casa.
A Cándida nunca la vi en lugares de ocio, hablando con las vecinas o en compañía de amigas. Sólo paría hijos, recibía palizas y trabajaba, todo secuencialmente. Así transcurría su vida. Cuando el hijo mayor, llamado Hilario cumplió los 15 años, amparado por una hermana de Cándida, puso rumbo a Bilbao, con el fin de abrirse camino en la ciudad. Pasados unos meses, se presentó en el pueblo y la chiquillería volvió a ser testigo de cómo Hilario montaba a su madre y a sus hermanos en un carro tirado por mulas y se marchaban todos a la estación de ferrocarril, para coger el tren, que les llevaría al País Vasco, donde encontrarían una nueva vida, suponemos, llena de dificultades, como toda vida, pero libres de monstruos. Cándida salió del pueblo abrazada a sus hijos menores, humillada, derrotada y, por primera vez, la vimos llorar.
Chavín quedó solo con sus fantasmas, dejó de trabajar en la huerta y de hacer transportes y, con demasiada frecuencia, se le oía pelear como lo hacía cuando estaba acompañado. Pasado algún tiempo enfermó y fue ingresado en el Hospital Provincial de Valladolid. Logró recuperarse, pero no volvió al pueblo, se quedó en el hospital ejerciendo de hortelano y jardinero hasta el final de sus días, protegido por las personas que en aquellos tiempos regían el hospital. Cuando explicaba a mi madre lo que había presenciado, ella se limitaba a comentar, con una puntita de compasión: "¡Pobre Cándida, qué hombre más bestia! Ahí quedaba todo.
La vida de Cándida y de sus hijos, vista con los ojos del momento actual, en que bulle la lucha contra la violencia de género, llama la atención: todo el barrio sabía de su calvario, pero nadie llamaba a la puerta y menos a las autoridades municipales o a la Guardia Civil, a ellos tampoco se les ocurría denunciar. Vuelvo la vista atrás y quiero creer que hoy no sería posible el silencio culpable de toda una vecindad ante el calvario de una persona o de una familia, porque se ha recorrido un largo camino, a pesar de que falte por cumplirse lo esencial que es "Ni una víctima más por violencia de género”.
Esta historia trata de ser un homenaje a las familias que sufrieron malos tratos en tiempos tan oscuros: a las mujeres que los padecieron calladamente, sin comprensión ni consuelo alguno, en demasiados casos, ni siquiera de sus propias familias; a los hijos que vivieron la infancia inmersos en el terror y la inseguridad; a los hijos mayores, que les tocó asumir responsabilidades ajenas a su competencia.
También quiero señalar a las víctimas de esta historia. En primer lugar, está Cándida, a quién costaría mucho recuperarse de una vida amorosa y responsable ante su papel de madre y de esposa, truncada por la humillación y los malos tratos. Víctimas son también los hijos, que, como decía anteriormente, vivieron la inseguridad y el terror de un padre violento. Por último, está Chavín, poseído por el alcoholismo, enfermedad muy difícil de comprender, entonces y ahora, a la que merece la pena prestar suma atención desde las instituciones sanitarias y sociales, convencida de que un número importante de casos de malos tratos y otras angustias familiares tienen su raíz en tan destructiva como admitida y tolerada adicción.
Teresa González Lozano
Barcelona, o8/o3/2019
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