martes, 11 de diciembre de 2018

JULIÁN ROMO DE PEDRO, EMIGRANTE

Como ya se comunicó en su día, en esta misma página, el 10 de noviembre del presente año, murió Julián Romo en Barcelona, donde residía. Fue incinerado y sus cenizas viajaron hasta Pedrajas, para ser enterradas en el panteón familiar del cementerio.

Julián descansa bajo la tierra que le vio nacer y a la que, a pesar de la distancia y del tiempo transcurrido lejos de ella, nunca dejó de pertenecer.


¿Qué prendas ornaban a su persona para que merezca una reseña con motivo de su fallecimiento? Vamos a destacar dos: 

1. Fue toda la vida hijo de la Tierra, a pesar de su condición de emigrante. 

2. No quiso ni pudo desterrar de su corazón a su patria chica: su oficio de labrador, los paisajes, la familia, los amigos…, talismanes que le ataron irremediablemente al lugar en el que nació y pasó los primeros años de su vida.

Julián encarnaba el espíritu del emigrante que sale de su pueblo siendo muy joven y sus ojos se pasan el resto de su vida mirando hacia el oeste, lugar por donde se pone el sol. Por allí, en un punto del mapa, más o menos preciso, cae su pueblo, en él quedaron sus primeros y más entrañables recuerdos.  

Fue un pedrajero que, como muchísimos otros, emigró a Barcelona en la primavera del 1954, apenas cumplidos los veinte años, en busca de una vida económicamente estable.

Desde muy jovencito fue labrador de yunta de mulas y arado de vertedera. La tierra que labraba no era suya, sino de su tío Félix Romo, con quien se había criado, al quedarse huérfano de madre, a la temprana edad de 2 años. 

Acostumbrado a los rigores del clima castellano, familiarizado con los cielos límpidos, los paisajes abiertos, interminables, de Castilla. Tuvo por suyos el monte, la ribera, el amigable pinar, el llano con sus sembrados, majuelos y melonares. Disfrutó y padeció la zozobra del trigo en sazón, de las tórridas y alegres cosechas en las eras, de las suaves otoñadas preparando la tierra para la sementera. Se acostumbró a esperar, a confiar, a tener fe al depositar el grano en el surco, confiando en que la Naturaleza no le podía fallar. Así, fue forjando su espíritu: paciente, discreto, confiado, familiar, amigable…

Pero los tiempos estaban cambiando, iba apareciendo la maquinaria agrícola: los primeros tractores, las avanzadas cosechadoras y tantos y tantos artilugios como vinieron después. Todos ellos sirvieron para que en el campo español fuera sobrando mano de obra y en Pedrajas no podía ser menos. En el ambiente se movía una especie de desazón, de inquietud, de malestar: había prendido la fiebre de la emigración en la juventud campesina de toda España y también en la de Pedrajas.

A Julián se le iba llegando la edad de cumplir con el servicio militar obligatorio y aprovechando la orientación de su primo, Antolín Romo, comandante militar en Barcelona, decidió alistarse como voluntario en el Ejército de Tierra en la Ciudad Condal. Aprovechando las oportunidades que le ofrecía la mili, tuvo el empeño de aprender y promocionarse: obtuvo el carnet de conductor de camión, título muy apreciado por entonces, desempeñó tareas como auxiliar de enfermería y se inició en tareas administrativas.


En Barcelona contaba con familia, le habían precedido otros primos: Jesús y José Luís Martín Romo, además, podía contar con paisanos y amigos que, con anterioridad, emprendieron el mismo camino.

Pero Julián supo enseguida que la vida, para cada persona, debe caminar sola y él buscó la suya. Una vez cumplido el servicio militar, trabajó en diversas actividades, recalando por fin en el puerto de Barcelona, donde desarrolló tareas administrativas, allí se jubiló después de más de treinta años de actividad. Se casó y tuvo tres hijos: Javier, David y Anabel, a los que inculcó el amor al pueblo, los tres pasaron muchas de sus vacaciones en él y los tres cuentan con amigos perdurables aquí. 

En Barcelona era aficionado a pasear junto al mar, a lo largo de La Barceloneta, barrio en el que vivía; jugaba al tenis y, durante muchos años ayudó a un amigo a cuidar un pequeño huerto, en el que había retomado su primer oficio, la agricultura, y en el que se sentía realizado. 

La pasión de Julián era compartir con sus paisanos. En Barcelona, participaba en los encuentros de La Pedrajada: un numeroso grupo de pedrajeros celebra dos comidas al año, una en diciembre, con motivo de la Navidad y otra a comienzos de junio, comparten numero en la lotería de Navidad y se acompañan en caso de enfermedad o fallecimiento. 



Celebraciones de La Pedrajada, fiesta de los pedrajeros en Barcelona.

Pero la indiscutible gran pasión era volver, una y otra vez, a su pueblo. Como buen emigrante aferrado a su terruño, disfrutó con la propiedad de un coqueto apartamento y, aunque en sus estancias aquí, residiera con su hermana Encarna, le sacaba provecho pasando ratos en él o cuidándolo.  Con sus hijos independizados y ya jubilado, se hacía presente en todas las grandes fiestas: Navidad, Semana Santa, San Agustín y si se le ofrecía la ocasión de venir entre esas fechas, no tenía reparo en aceptarla. Gozaba con sus paseos por el pinar, en las partidas de cartas de la hora del café, con sus amigos de siempre o con otros que hizo en el camino, de la sesión de vermut los domingos y, en sus mejores momentos físicos, de bailar en la plaza, en las verbenas de San Agustín. 

Con varios familiares en la romería de Sacedón del año 1991.

Julián salió del pueblo siendo una persona modesta, pero digna y cargada de humanidad, así vivió toda su trayectoria vital. 

Esto es la emigración. En la mayoría de las ocasiones, trabajando duro, el emigrante lograba vivir con mayor estabilidad económica. En el tiempo de Julián accedía a derechos, todavía, impensados en el pueblo, como un horario de trabajo de ocho horas, aunque, en muchos casos, hubiese que recurrir al pluriempleo para redondear el sueldo y poder hacer frente a la compra del piso, el coche o el gasto de la casa; como pasa ahora, un solo sueldo en la familia resultaba algo escaso. Accedía también a las pagas extraordinarias, vacaciones pagadas y modestos viajes, las más de las veces a casa de los abuelos, rara vez se hacía rico.

Julián ya está definitivamente instalado en el pueblo, tal como soñara en algunos momentos de su vida.

Descanse en paz Julián, paradigma del emigrante que, con su callada presencia en Pedrajas, iluminaba las solemnes fiestas que marcan nuestras entrañables tradiciones, a las que se mantuvo fiel.

Teresa González Lozano
Barcelona, 4 de diciembre de 2018

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