lunes, 26 de junio de 2017

VAIVÉN

Por Teresa González Lozano 

En mi primera infancia, cuando todavía no sabía discriminar, sonreía a todas las caras que se asomaban a la mía, principalmente si ellas, a su vez, se mostraban sonrientes. Fui creciendo y aprendí a diferenciar formas, perfiles y después sombras. Pero los colores no habían aparecido en mi intelecto y cuando lo hicieron, ya iba a la escuela y los amarillos, negros y cobrizos sólo existían en la Enciclopedia, cuando tocaba la lección de Las Razas Humanas. 

Tampoco había diferencia con el rango jerárquico que ocupaban las personas que me rodeaban. Sólo sabía que tenía que obedecer y respetar, a los padres, abuelos, tíos, vecinos…, sobre todo a éstos últimos si eran viejecitos, porque, en medio del juego de la comba, te podían mandar a la tienda a comprar un cucurucho de aceitunas, y… ¡ay de ti si se te escapaba un mal gesto! 

El alcalde, el cura, y el maestro eran las autoridades; se les debía el máximo respeto y, poco más…. ¡Ah!, sí, también había que estar a bien con Dios y cumplir sus Diez Mandamientos que, junto con las normas político-morales formaban un magma en el que vivíamos inmersos, como seres minúsculos, nacidos para obedecer las draconianas normas que regían nuestras vidas. 

Seguí creciendo y aprendí a diferenciar los colores. Ahora los negros, cobrizos y amarillos son mis vecinos: el amarillo es el encargado del bazar "Todo a 100" o el que, integrado a una larga fila, recorre la ciudad admirando sus bellos monumentos; el negro pide limosna a la puerta del súper o salta, con peligro de su vida y junto a otros muchos compañeros, la valla en Ceuta, o, peor aún, se aventura "mar adentro", en una barquita de juguete, a cruzar el Mediterráneo, hacia un destino totalmente incierto; el cobrizo puede ser el que cuida de mi abuelito, porque nosotros tenemos mucho que hacer y no tenemos tiempo. 

Un día se soltaron las amarras y el magma se expandió y se expandió hasta hacerse difuso. Apenas quedaron normas que cumplir. Algunas autoridades, a las que antes había que respetar por encima de todo, resultaron ser pederastas, maltratadores, violadores o han podido enriquecerse gracias a su cargo político. Otras, por el contrario, han seguido siendo profesionales cabales que trabajan por el bien común y siguen luchando fieles a sus ideales, aunque a éstos no les conozcamos, porque no suelen hacer ruido. 

Esas caras, a las que sonreía sin plantearme ninguna otra cuestión, se han hecho diferenciadas y diversas, y he tenido que aprender que debo sonreír a todas, aunque con algunas me cueste mucho esfuerzo. En medio de tantos cambios, y cuando pensaba que ninguna otra novedad podría alterar mi ánimo, vienen la tele y la prensa anunciando que ya están aquí los robots inteligentes, capaces de sustituir al HOMBRE en todas sus funciones. Llegarán a ser tan perfectos que podrán sentir emociones: amor, odio, celos, amistad e incluso podrán auto-crearse… (una muestra de esto hace tiempo que se viene produciendo; van desplazando a los hombres de los puestos de trabajo, al principio de los más duros y era bueno. Pero parece que no parará hasta ser los amos del mundo, tal como lo conocemos). 

Yo me admiro del progreso y le doy la bienvenida, siempre que sirva para liberar a los humanos de las cargas pesadas y contribuir a mejorar sus condiciones de vida, sin exclusión ni desigualdades. Pero no alcanzo a ver el orden que se deba establecer para mantener un equilibrio entre humanos y máquinas. Ante estas dudas, saco a pasear mi lado miope y pesimista y me pregunto: ¿Qué papel desempeñarán, entonces, los hombres? ¿Serán los que manden a la máquina o serán los que la obedezcan?  Los científicos aseguran que serán los que obedezcan. De ser así, me planteo: Cuando los robots dominen el mundo ¿cometerán los mismos errores que estamos cometiendo nosotros? Serán lobos para sí mismos y para "los" y "lo" que les rodea? Me temo que sí... Pues, ya que son creación del hombre, si no ha sabido o no ha querido seres mejores, digo que "para este recado, no habríamos necesitado alforjas". 

Teresa González.
Barcelona, marzo de 2017. 

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