miércoles, 31 de octubre de 2018

UNA NOCHE FUERA DE LO COMÚN


El hecho verídico que me dispongo a narrar, sucedió cuando el pueblo era un lugar sin complicaciones y los habitantes nos regíamos por las tradiciones que, marcadas a fuego sobre nuestra piel, nos habían ido transmitiendo la pléyade de mujeres de distintas generaciones que convivieron con nosotros y tenían como misión fundamental instruirnos en ellas.

Entre las que recuerdo de más raigambre, se encuentra la festividad de Todos los Santos y los ritos obligatorios que la rodeaban, tales eran la limpieza y adecentamiento de las tumbas, en los días anteriores, el toque intermitente de las campanas durante la noche de vísperas y, en ese día, encender faroles sobre las mismas tumbas. Más tarde, los faroles fueron sustituidos por preciosos centros de flores. El camposanto perdió ese aire fúnebre que infundían las mortecinas luces de cientos de faroles y adquirió un carácter festivo y colorista.


El suceso es como sigue: Era una luminosa tarde de jueves, víspera del día de Todos los Santos y me dispuse a ir al cementerio, en compañía de mi inseparable amiga Petra, para arreglar las tumbas donde reposaban los restos de nuestros antepasados. Trabajaríamos juntas: primero limpiaríamos la suya, por estar situada más cerca de la entrada; luego, iríamos a la mía. Nos gustaba trabajar juntas, mientras charlábamos de lo divino y lo humano: nos intercambiábamos noticias, puntos de vista, opiniones, etc. Llegadas al lugar sagrado, nos encontramos con el bullicio de numerosos paisanos, enfrascados en la misma tarea que nosotras veníamos dispuestas a realizar. Después de algunos saludos a amigos y familiares, nos pusimos a trabajar rápido, pero la tarea se complicó, porque aquel invierno había llovido abundantemente y la piedra tenía mucho verdín. Enzarzadas en la eterna conversación, y en el trajín, no nos dimos cuenta de que ya se había puesto el sol. Las tardes, en esa época del año, se acortan bastante.

Dispuestas a abandonar el recinto, nos extrañó el absoluto silencio en el que se había sumido el cementerio, tampoco veíamos a nadie. ¿Nos habíamos quedado solas entre tanta tumba y anocheciendo? Pero la mayor sorpresa fue que al acercarnos a la puerta de salida, ésta estaba cerrada a cal y canto. No podíamos salir. Incrédulas, llamamos a voces al enterrador que, además, era el encargado de cuidar, cerrar y abrir el camposanto. Al ver que no respondía y persuadidas de nuestra realidad, permanecimos pegadas a los barrotes de la puerta por ver si pasaba algún rezagado agricultor, de vuelta de su trabajo, o algún tardío paseante que pudiera auxiliarnos, avisando a la persona que nos pudiera liberar. No pasaba nadie. La angustia, que iba subiendo, desde el vientre a la garganta, aún era tolerable. Intentamos salir por nuestros medios, subiendo a la sepultura más alta, que se encontraba junto al muro, y poder, de un salto, conseguir vernos libres, pero era imposible, todas se situaban a una distancia tal que calculamos peligrosísimo salvarla.

Insospechadamente, comenzó a llover de forma copiosa y una niebla densa avanzaba entre las tumbas, borrando parcialmente toda silueta. Hasta nosotras llegaba el sonido cadencioso de las campanas, era un sonido opaco, y misterioso, como un lamento lejano e insistente.

Apretujadas una contra la otra, nos movíamos torpemente por entre las sepulturas, cuyos contornos crecían desmesuradamente, a medida que nos acercábamos a ellas, distorsionadas por la niebla y las ráfagas de lluvia que las azotaban. Sin apenas capacidad de determinación, y dando trompicones, buscamos refugio bajo el arco de la puerta de la capilla, dedicada a la Virgen del Carmen, que preside el santo lugar. Allí, fuertemente enlazadas y tiritando de miedo y de frío, nos encomendamos a la Virgen, patrona y protectora de las almas de aquellas personas cuyos restos mortales eran enterrados en el Santo Lugar. Con esta plegaria en los labios, nos sentimos medianamente a salvo.


Habíamos conseguimos conciliar un ligero sueño, cuando fuimos sorprendidas por un insistente ruido de piedras, al ser arrastradas o movidas y, al instante, una procesión de figuras de blanco, portando antorchas, avanzaba por el pasillo central del recinto, entre los altos cipreses que la flanquean. Venían en dirección a nosotras, que nos encontrábamos precisamente al final de la alameda. A medida que se acercaba la comitiva, Petra y yo nos apretujábamos más y más, hasta quedar fundidas en un solo cuerpo con dos cabezas, una apoyada en el hombro de la otra y viceversa. Las respiraciones se mezclaban y sentíamos, cada una el fluir de la sangre, a toda velocidad, por el cuerpo de la compañera. Las piernas, entrelazadas, formaban un nudo difícil de distinguir a quién de las dos pertenecían y los dientes castañeaban hasta borrar cualquier otro sonido. Literalmente, estábamos unidas por el pegamento del miedo, uno de los más eficaces que se conocen. Aunque teníamos los ojos cerrados, percibíamos que la procesión nos iba cercando. Yo había quedado por la parte de fuera de ese pequeño bloque humano y sentí en la nuca un aliento hediondo, que no era el de Petra, y a la vez, sobre la espalda, dos garras potentes que trataban de echárseme encima. La luz iluminó mi cara y un grito desgarrador se ahogó en mi garganta.

¿Qué pasa? - me llegó nítidamente una voz-

De inmediato, sonó un portazo. Oí pasos acelerados bajando la escalera, eran pasos amortiguados, como de pies descalzos. Alguien huía de mi lado, escaleras abajo, a todo correr. Me determiné a abrir los ojos y a mirar por la ventana. Estaba amaneciendo y aunque el suelo se encontraba mojado, ya no llovía, pero aún se mantenía una neblina que daba a la amanecida un ambiente fantasmal. A la luz mortecina de la madrugada, vi un esqueleto blanquísimo, desnudo, y desgreñado, con un hatillo de ropa mal colocada bajo el brazo. Llevaba los zapatos de la mano y corría, como alma que lleva el diablo, por la calle desierta. En un instante, reconocí en él al compañero ocasional de cama y recordé que se trataba del vendedor ambulante, flaco y maniático, que pasaba cada quince días, con su carromato destartalado, tratando de abastecer a las mujeres del pueblo de las menudencias necesarias para confeccionarnos, nosotras mismas, los vestidos y la ropa de casa necesaria. Entre sus rarezas contaba con un miedo cerval a la aparición, por sorpresa, del marido de la mujer que aquella noche se había mostrado caritativa y le había hecho un hueco en su cama. Pero como otra de sus rarezas era tener menos memoria que un grillo, había olvidado que yo no tenía marido y en mi cama no había nada que temer.

Por la calle Real Vieja, hacia el Pozo Bueno, venía el señor Quintín, campanero voluntario de la noche de Todos los Santos, que, cumplida fielmente la antigua promesa de tocar las campanas durante toda esa noche, regresaba a su casa, dispuesto a descansar. Al ver aquella siniestra figura, sufrió un desmayo y como no aparecía alma alguna, tuve que bajar a auxiliarle yo misma. Me sirvieron los mismos bártulos que había llevado al cementerio la tarde anterior y mi trabajo me costó volverlo en sí, a base de cachetones y abluciones de agua fría.

El ajetreo de la noche me impidió ver que ya el día de Todos los Santos estaba avanzado y la hora de acudir al cementerio con mis faroles, para honrar a mis difuntos, había pasado. Me vestí en un santiamén y al llegar a casa de Petra, la encontré esperándome, arreglada y fresca como una rosa. No le dije nada, ni ella a mí, pero sorprendí en su cara algo parecido a una sonrisa entre enigmática y burlona.

Largo tiempo estuve dominada por la impresión y me moví en la incertidumbre de cuánto de lo ocurrido aquella noche había sido realidad y cuánto había sido un sueño.

Teresa González Lozano
Pedrajas de San Esteban, 31 de octubre de 2018

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