viernes, 22 de mayo de 2020

EL CINE TEXAS

Era una tarde fría de invierno y decidí ir al cine, sola. 

Yo entonces era una mujer entrada en los cincuenta, lo que podíamos decir una mujer madura. A pesar de mi edad, conservaba esa timidez ramplona impuesta por el código educativo de la época: moral estricta:

"Deja la charla, Consuelo / que una moza casadera / no debe estar en la era / si no está el sol en el cielo..." - que diría el poeta.

También por mi condición temperamental y por el hecho de haberme comprometido siendo muy joven con Alberto, el que durante treinta años fue mi marido y que recientemente me había dejado, derribado, a traición, por un ictus  fulminante. Así, siempre había salido de casa colgada de un brazo, el de Alberto, durante esos largos años, por supuesto, y cuando él no estuvo me uní a un amplio grupo de mujeres que vivíamos solas o semisolas, y nos reuníamos para ir en compañía a los sitios y principalmente para darnos calor y ánimo entre nosotras. Pero ninguna estaba dispuesta aquella tarde a ver esa película que tanto me interesaba, por tanto decidí ir de todos modos. 

Elegí el cine Texas. Estaba cerca de mi casa y no necesitaría tomar ningún medio de transporte, segunda cosa que me horrorizaba. También porque había oído hablar muy bien de la película y no quería perdérmela.

Saqué la entrada en taquilla con cierta zozobra y una especie de temblor en las manos (era la primera vez que me permitía esa pequeña travesura). La sala estaba casi vacía, busqué un sitio discreto, me senté en una butaca ni muy cerca ni muy lejos de la pantalla, en el centro de la fila y me dispuse a esperar... Apenas se habían apagado las luces otra persona, entrando por el lado opuesto de la fila, se sentó a mi lado. Absorta en la pantalla, no reparé en ella. Cuando la película iba tomando interés, noté que otras manos tomaban la mía.

Miré a la persona y solo percibí una sonrisa velada a través de los claroscuros que producían los fotogramas ya que la sala estaba totalmente a oscuras. No me sobresalté notablemente, más bien lo tomé como un gesto natural, esperado. Eran unas manos amigables, suaves, suficientemente firmes ¿Las de Alberto?... No sabría decir. Mantuvo mi mano entre las suyas durante toda la película y de alguna manera sentí que esta se acabara.

Cuando comenzaron los créditos, antes de que las luces se encendieran, la misteriosa persona puso su mano derecha sobre mi hombro, se inclinó,  depositó un beso en mi frente y articulando un "gracias" precipitado desapareció de mi lado.

Entonces sí me sentí perpleja, por la situación tan insólita y principalmente por mi reacción confiada, cuando de natural soy tan precavida para lo y los desconocidos.

Tampoco supe si había sido real o si me había dormido.

Ya en la calle, antes de ponerme los guantes, se me ocurrió llevarme las manos a la cara, me toqué levemente la nariz y percibí un suave olor que no provenía de mi perfume habitual y, sin que lo pudiera evitar, una repentina mezcla de nostalgia y duda subió por mi garganta. Aquella noche mis sentidos estaban más vivos que de costumbre. Podría haberlo increpado, podría haberme cambiado de butaca, incluso de fila. No hice nada de eso, por el contrario acepté ese contacto como si fuera algo natural.

En un momento de la marejada mental que provocó el hecho, fui consciente, en toda su magnitud, del peso de la soledad, no solo de la mía, también sentí en la del desconocido la necesidad imperiosa de tener unas manos entre las nuestras, aunque no fuera más que por los efímeros noventa minutos que suele durar una película.

Teresa González Lozano
Barcelona, 8 de marzo de 2015

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