viernes, 1 de noviembre de 2019

SAN PASCUAL BAILÓN EN LA VÍSPERA DE TODOS LOS SANTOS

Yo estoy segura de que moriré.

Se me ha anunciado como hecho cierto, aunque recibí un aplazamiento indefinido y, la verdad, con exactitud, no sé a quién debo la gracia de tal favor, aunque tengo la sospecha de que se lo debo a la devoción y buen trato que mi abuela mantenía con San Pascual Bailón, encargado de avisar a sus devotos el momento de la muerte, pero como todos sabemos, con tres días de antelación, a fin de que puedan confesar y arrepentirse de sus pecados y de esa manera morir en gracia y poder ir al cielo.


Por aquel tiempo, yo dormía con mi abuela después de que, al casarse todos sus hijos y por ser viuda, se quedara sola en la casita de la calle Gallegos. En aquellas interminables noches de invierno aprendí mucho de ella, ya que era buena maestra y aficionada a contar historias reales o imaginadas de las experiencias vividas en su pueblo, Pedrajas y en el pueblecito extremeño donde residió, con toda su familia, durante once años. Y es que el tiempo invernal, de noches oscuras y frías, al amor de la lumbre baja, ya en rescoldos, invitaba a la charla y alentaba la fantasía de los tertulianos nocturnos. De estas noches tengo muchas experiencias, que, ahora, ya mayor, recuerdo con una emoción enorme.

La que hoy me dispongo a contaros ocurrió hace muuuuchos años en una noche de niebla y humedad, como casi todas las de entonces, que tuvo la particularidad de que era víspera de Todos los Santos y ya las campanas habían comenzado a tocar en la torre de la iglesia. Es como sigue:

Mi abuela había dejado listos los faroles para, al día siguiente, ponerlos con sus mechas encendidas a la cabecera de la tumba en señal de respeto a nuestros difuntos. No llevaba flores, porque su casa no tenía patio y como era pobre no tenía dinero para comprarlas. Entonces, las flores, se consideraban un lujo inalcanzable para la mayoría de los habitantes del pueblo.

Habíamos cumplido con la tradición de asar castañas en las brasas, mientras mi abuela cumplía con su costumbre de contarme alguna historia Nos acostamos después de calentar la cama con un lujo que poseía mi abuela, éste era una botella de acero que llenaba de agua hirviendo y que pasaba por las frías sábanas hasta que recibían parte del calor de la botella. Habíamos rezado nuestras oraciones y yo me había dormido enseguida. Al rato, me despertaron unos cánticos extraños y enseguida comenzamos a percibir por la ventana el paso de luces vacilantes que parecían bailar al compás de los cánticos. Nos supusimos que eran los jóvenes del pueblo que habían comenzado a celebrar la extraña fiesta de Halloween e iban, de casa en casa, pidiendo dulces o comida, mientras entonaban tétricas canciones para amedrentar a los más pequeños. A nuestra puerta no llamaron.

A continuación, oímos un trueno seco, a la vez que se apagó la única lámpara, que iluminaba la casa y que permanecía encendida toda la noche. Comenzó a llover muy fuerte. Mi abuela y yo nos levantamos y nos dispusimos a subir al sobrado para poner cubos y barreños en las goteras que formaban las tejas rotas o movidas, a fin de que el agua no llegara hasta nuestra cama. Mi abuela se alumbraba con un candil de aceite y mecha que siempre tenía previsto, colgado de la cabecera de la cama. Yo, muerta de miedo, iba detrás de ella aferrada a sus enaguas, las escaleras de madera chirriaban de forma siniestra y por si fuera poco, las campanas sonaban entre el tamborileo del agua sobre las tejas. En una ráfaga de aire, el candil se apagó. Pero en el sobrado había una luz prodigiosa que no nos paramos a averiguar de dónde venía; el caso es que las uvas tendidas sobre periódicos y los pimientos y guindillas colgados de las vigas, así como un montoncito de melones que resistían en un rincón, ardían con una luz azulada y oscilante que huía delante de nuestros pies, a medida que avanzábamos, para colocarse detrás de los mismos. 

Acabamos la tarea sin saber cómo y bajamos, a oscuras totalmente, por la escalera que crujía de forma endemoniada. Al llegar a la alcoba, no reinaba la oscuridad, como habíamos supuesto: una gran procesión de sábanas blancas, con agujeros a la altura de los ojos y pintadas siniestras simulando rostros macabros, invadían nuestra habitación. Se alumbraban con calabazas agujereadas formando originales lámparas que llevaban bajo el brazo. No estaban silenciosos, no: reproducían esa letanía indescifrable que habíamos percibido al acostarnos. Nos hicimos paso hasta el lecho, ellos cantaban, pero no nos tocaban, nosotras a ellos tampoco. Mi abuela trató de tranquilizarme diciendo que seguramente eran las almas de nuestros difuntos que venían a visitarnos y protegernos de los malos espíritus; como nos querían, mientras estuvieran allí, nada malo nos pasaría. Con estos razonamientos y como había dejado de llover, reinaba la calma y... me quedé dormida de nuevo. Pero el sobresalto llegó en forma de tres sonoros golpes en la puerta de la calle que percibí claramente entre el canto de los encapuchados y el tan-tan de las campanas. Abrí los ojos y vi a mi abuela en pie, al lado de la cama, me zarandeaba y me decía:

- ¡Despierta, despierta, que viene a buscarte!

Abrí los ojos bien para tratar de comprender lo que estaba pasando: detrás de mi abuela había un venerable anciano vestido de rojo, pelo canoso y ralo y una luz brillante que iluminaba su rostro. Yo no lo conocía, pero parecía ser amigo de mi abuela, porque lo hablaba con confianza, tratando de ganar tiempo para mí. Le decía que había llegado muy pronto; acababa de avisar, aún no habían pasado los tres días, reglamentarios...

- ¡Espera, ten paciencia, ha de prepararse! -decía mi abuela amonestando al venerable anciano.

Sobreponiéndome a mi propio desconcierto, miré fijamente a ese personaje y reconocí en él a San Pascual Bailón, que mi abuela me había descrito minuciosamente muchas veces. Ella era muy devota de este buen fraile, abogado de avisar el día de la muerte, desde luego, con tiempo para que nos confesáramos y preparáramos para bien morir. Pero en esta ocasión y por motivos desconocidos el Santo se había adelantado. Muy resignada, comencé a vestirme...

La habitación se vació de gente y la luz del día entró por la ventana, una luz mortecina y húmeda, otoñal, como correspondía al uno de noviembre, día de Todos los Santos. Al día siguiente no pude ir al cementerio, ayudando con los faroles, como me gustaba. La fiebre me duró todo el resto de la semana.

Teresa González Lozano
Pedrajas de San Esteban, 31 de octubre de 2019

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