sábado, 8 de febrero de 2014

EL OLVIDO DE LAS VÍCTIMAS DE LA CARRETERA


 Por medio del Ayuntamiento de Pedrajas nos llega el texto que Reyes Mate escribió para pronunciar la conferencia del pasado día 31 de enero en nuestro pueblo.


EL OLVIDO DE LAS VÍCTIMAS DE LA CARRETERA
   
            Pedrajas de San Esteban, 31 de enero de 2014

            Reyes Mate 


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            Gracias a Sergio Ledo, Alcalde de Pedrajas de San Esteban, por sus palabras de presentación y por la invitación a este acto de recuerdo y meditación sobre las víctimas de la carretera. Gracias también a todos vosotros que habéis sacrificado unas horas de descanso viniendo a compartir mis palabras.

            Las muertes de Sergio García Herrero y de Diego García Capa en la carretera a Olmedo, el pasado 28 de julio, llenó de luto a su familia  y conmocionó a los vecinos del pueblo.  Hemos entendido también que esta desgracia sobrevenida a dos jóvenes del pueblo y a sus familiares, nos convoca a todos y nos pide que tomemos  en serio los accidentes de tráfico.



            Para que la conmoción que vivió el pueblo no sea una nube de verano, tenemos que asumir la responsabilidad como pueblo, como lugar en el que tuvo lugar esta desgracia, de sensibilizarnos respecto a todas las víctimas viales. Deberíamos encabezar un movimiento comarcal que lleve hasta el último rincón lo que significan estas muertes tan absurdas. Digo absurdas porque todas son evitables

            Fue en ese contexto que, como pedrajero, honrado además con el título de hijo predilecto, me puse en contacto con el Alcalde del pueblo, Sergio Ledo, para ofrecerme  a comunicaros el camino que algunos ya hemos andado en esta lucha contra las víctimas de tráfico, que bien pueden ser calificadas como la mayor plaga de nuestro tiempo. Dirijo un proyecto de investigación sobre las víctimas de nuestro tiempo, de todas ellas. Pues bien, uno de sus capítulos más importantes son las víctimas de la carretera sobre las que hay  muy poca información, mucha deformación y mucho interés en ocultar  su importancia.

2

            En alguna ocasión he llamado la atención sobre cómo reaccionábamos ante la noticia de un asesinato por ETA y ante la noticia cada lunes de los muertos en la carretera. El país se indignaba con razón en el primer caso, y encajaba sin pestañear el número de víctimas viales, siendo así que, al menos en los últimos año, el número de asesinados por ETA en un año, venían a ser  los muertos en la carreteras en un par de días.

            Claro que no es lo mismo pegar un tiro en la nuca a un vecino por ser concejal socialista o del PP que atropellar a un ciclista. Pero lo que debemos tener en cuenta es que en uno y otro caso hay voluntariedad; que antes de que se produzca el accidente mortal hemos tomado libremente una serie de decisiones que nos convierten en culpables del accidente que provocamos. Las motivaciones son diferentes pero el resultado final es la muerte de un inocente.

             Lo que sorprende no es que nos indignemos ante el atentado terrorista, que es lo justo, sino que nos encojamos de hombros ante las víctimas de la carretera, que es lo injusto. Y no entiende esa reacción porque la gran plaga de nuestro tiempo, repito, no son las víctimas del terrorismo sino las de la carretera.

            Las cifras son muy elocuentes: un millón trescientos mil al año en todo el mundo, sin contar los cerca de cuarenta millones de heridos graves al año. Dice el profesor Luis Montoro, un experto muy fiable en estos asuntos, que desde que se inventó el coche han muerto en la carretera en torno a 60 millones de personas. Sin hablar de los heridos graves con algún tipo de invalidez: unos 2.000 millones. Se ha podido decir que han muerto en la carretera más gente que en las guerras. El coche mata más que las bombas. Y las previsiones son muy pesimistas porque el acceso de los chinos al uso del coche disparará los números.

            Es verdad que en España la siniestralidad ha bajado substancialmente en los últimos diez años. Si en el año 1989 murieron unas 6000 personas, este año nos hemos quedado en 1.128,  a los que habría que sumar 6178 heridos graves, muchos de ellos tetrapléjicos. Hemos rebajado la cifra pero son muchos porque sencillamente no tendría que haber ninguno. Habría que precisar en cualquier caso un dato: hemos reducido los accidentes porque ha habido mejoras en los modos de conducción, debido sobre todo a las sanciones, en los coches y en las carreteras. Eso es cierto, pero para seguir progresando hay que tocar otras teclas mucho más reacias al cambio pues afectan a la mentalidad y a la cultura, es decir, afectan a la alta valoración que tenemos de los factores que matan (la velocidad y el coche, por ejemplo). Sobre eso quisiera centrarme ahora.

             Si el problema es de esa magnitud, si el coche nos mata, la pregunta es ¿por qué no nos indignamos, por qué no  reaccionamos? Pues porque no damos importancia a toda esa masacre. Parece una contradicción porque claro que nos duelen esas muertes, sobre todo si nos afectan directamente, pero, sin embargo, no las damos importancia. ¿Cómo se explica eso? Pensemos cómo llamamos a los siniestros de tráfico. Decimos que son "accidentes". Nunca diríamos que un tiro en la nuca es un accidente, pero lo decimos da las muertes viales porque nos las tomamos como algo "accidental" o "secundario". Esa forma de hablar esconde ya la (poca) importancia que les damos.

            Nos podemos preguntar que si todas esas muertes son algo secundario ¿qué es lo substancial, lo importante, lo principal? Pues algo que valoramos por encima de todo y que llamamos progreso, velocidad. Y nada representa mejor esos "valores" tan principales como el coche.
  
           
3


            Hablemos del progreso y de la velocidad y del coche. En primer lugar del progreso. Decía un famoso escritor, Ernst Jünger, que "el progreso es la iglesia más visitada del siglo XIX".  Pues hoy, en pleno siglo XXI, todavía más. Goza de un prestigio indiscutible. Es como el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura. Observemos cómo los políticos, ya sean de derechas o de izquierdas, recurren a ese tópico. Todos  traen bajo el brazo una oferta de progreso. Y es verdad que el progreso se tiene merecido su prestigio. Ha traído, por ejemplo, la penicilina, el desarrollo espectacular de la medicina y así hemos logrado doblar en un siglo las expectativas de vida de la población española. El progreso en tecnología ha ahorrado mucho trabajo y muchas molestias. Un artefacto tan simple, desde el punto técnico, como es la modesta fregona ha ahorrado a las amas de casa el penoso trabajo de fregar los pisos arrastrándose de rodillas por toda la casa; o el nylon que liberó a nuestras madres de pasarse horas y horas cosiendo calcetines o calzoncillos. Por no hablar del agua corriente en las cosas, la lavadora, etc, etc.

            Eso es verdad pero lo que solemos olvidar es el costo del progreso. Por los adelantos hemos pagado un alto precio. Las Pirámides de Egipto o Las Catedrales ¡con cuanto sufrimiento se han construido! Se utilizó mano de obra esclava, expropiaciones injustas de tierras, hambres y miserias. Un escritor del siglo pasado, Walter Benjamin, decía: "No hay un solo documento de cultura que no lo fuera también de barbarie". Las obras de cultura que hoy admiramos se construyeron explotando y oprimiendo a muchos seres humanos.

            Y si eso ocurrió en la alta cultura ¿qué decir del progreso científico y técnico? Fijaos en la energía nuclear que es clave para el desarrollo económico o para la lucha contra el cáncer (bombas de cobalto), pero que también la hemos utilizado para construir la bomba atómica. Gracias al desarrollo espectacular de la ciencia el hombre de nuestro tiempo ha logrado el dudoso título de ser capaz de destruir el planeta. Somos así de brutos. Se cuenta de un negro, perteneciente a una tribu caníbal, al que  los franceses habían traído del Congo en el siglo XIX a París para que se civilizase, que, después de un cierto tiempo en la gran capital francesa, fue preguntado cómo le iba, cómo valoraba su educación en la culta ciudad parisina. Dicen que respondió:  "Pues no entiendo en qué consiste eso de ser un país avanzado y civilizado". Y explicó lo que no entendía de nuestra civilización: "Que por qué aquí la gente mata más de lo que necesita para comer". Su tribu caníbal mataba lo justo para comer, pero aquí se mataba a mansalva y por las buenas.

            Lo que quiero decir es que el progreso se ha construido sobre víctimas, pero durante siglos no las dábamos importancia. Decíamos que eran "florecillas pisoteadas al borde del camino". Sólo nos importaba el progreso y no su costo en víctimas. Las víctimas del progreso no contaban, eran "invisibilizadas". Lo importante era el progreso, al precio que fuera.  Entiéndase bien lo que quiero decir: no se trata de demonizar al progreso, sino que hay que tomárselo con cuidado. El progreso ha producido lo mejor y lo peor: la bomba de cobalto para curar y la bomba atómica para matar.  No se trata de volver a los tiempos del candil, o a tener que ir a lavar la ropa al río o a utilizar la cuadra como retrete. Pero hay que tener cuidado con el progreso porque este puede estar al servicio de buenas causas, y eso es bueno o al servicio del poder y del dinero, y eso es malo.

            De lo dicho se deduce que si no nos indignamos ante las muertes en la carretera es por el respeto que nos merece el concepto de progreso que es como esos dioses aztecas que, para tenerles contentos, había que sacrificarles los jóvenes del lugar. Pero ¡cuidado con el progreso! que es como un veneno que en dosis adecuada  puede curar; y en dosis excesivas, mata.

            Hay que hablar, en segundo lugar, del automóvil, un artefacto nuevo, inventado hace apenas 130 años. Hubo un tiempo en que no había coches y la humanidad funcionaba. Pero llegó casi de improviso y llegó, eso sí, para quedarse. Es ilustrativo recordar cómo llegó al mundo.

            El automóvil en su concepción, como en su propósito original, es un bien de lujo: era tan caro que pocos lo podían tener y esos pocos se podían permitir realizar el sueño del coche, a saber, ir más deprisa que los demás y viajar libremente.

             El lujo por definición no se democratiza porque si todo  el mundo tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho. Y para desgracia del coche, nacido como objeto de lujo, acabó convirtiéndose en un utilitario. Esto no se hizo porque hubiera empresarios filántropos o políticos visionarios, sino porque algunos empresarios (petroleras, fabricantes de automóviles y constructores de ciudades y carreteras) comprendieron pronto que en torno al coche estaba el mayor negocio de todos los tiempos.

             Para que el negocio funcionara, había que convencer  a la gente de comprar un coche. Para eso había que trabajar en tres frentes: en primer lugar, abaratarle y esto se consiguió produciéndole en serie. Fue la idea visionaria del fabricante  de coches norteamericano, Henry Ford. Había, en segundo lugar, que hacerle necesario y para eso los políticos tenían que organizar el territorio separando espacialmente la vivienda, el lugar del trabajo, la escuela y los centros comerciales. Y eso es lo que se ha hecho sobre todo en las grandes ciudades. El tercer paso era asunto de propaganda:  convertir al coche en el símbolo del progreso y convencer al ciudadano de a pie que "tú también puedes". Había que convencerle que con coche él sería como  los ricos, es decir, podía realizar esos sueños de felicidad con los que nació el coche, a saber,  ir más deprisa y a cualquier parte y con toda libertad.

            ¿Qué es lo que realmente se ha conseguido?, ¿qué ha ocurrido? Desde luego, hacerle necesario. Sin coche estás condenado. Pero eso no significa que vayas más deprisa, ni que viajes más libremente: las calles están colapsadas, el humo de los tubos de escape asfixia a los habitantes y la velocidad media en las grandes ciudades es menor que la de las carrozas tiradas por caballos. En los Estados Unidos la media de coche es de 6 km/h, casi la misma que yendo a pie. Y en ciudades como Madrid, la media no supera los 18 kms/h.

            ¿Y qué precio hemos pagado para dejar sitio al coche? El nuevo urbanismo, impulsado por el automóvil, ha declarado una guerra sin cuartel a las viejas ciudades  cuyos patios, callejuelas y plazas pequeñas deben ser sacrificadas en el altar de las avenidas, pensadas no para vivir sino para atravesarlas deprisa  (la lucha del barrio burgalés de El Gamonal, puesto en pie de guerra para evitar transformar el barrio en avenida, es todo un símbolo).  Guerra también al ciclista y  los que estamos aquí sabemos lo que decimos. Guerra al peatón: en algunas ciudades americanas  pasearse de noche a pie, es un delito. Guerra finalmente al propio automovilista: desde que se inventó el coche, en 1886, hasta hoy, las carreteras se han convertido en el principal campo de batalla.

            Tampoco es verdad que seamos más libres viajando, por ejemplo, en coche que en tren: dependes de la gasolina, de los mecánicos, del estado de la carretera, del tráfico. El coche lo usamos porque desgraciadamente es necesario dadas las inhumanas condiciones de vida que tenemos sobre todo en las ciudades, pero poco más.

             Finalmente, hay que hablar de la velocidad, otro regalo envenenado. El hombre siempre ha querido ir más deprisa por eso domesticó al caballo e inventó el barco, el carro, el tren, el coche y el avión.

             Esta obsesión por la velocidad viene quizá de asociarla a la idea de  felicidad. En el diálogo platónico, titulado Protágoras, se cuenta que los dioses del Olimpo encargaron a Hermes, famoso por su velocidad, traer a los humanos las virtudes con las que pudieran ser felices. Pese a la buena voluntad de los dioses, lo cierto es que la velocidad es engañosa pues cada acelerón traía nuevas desgracias. Es como si el nivel de la catástrofe estuviera en relación directa con la velocidad del invento. Así tenemos que con el tren llegó el descarrilamiento; con el barco, el naufragio; con el avión, la catástrofe aérea. Y, con el coche, el accidente. Curioso: inventamos la palabra más suave para la catástrofe mayor.

             Lo que es cierto es que la velocidad es buena, pero tiene un límite y que traspasarlo es muy peligroso y hasta suicida. Efectivamente, la velocidad mata: ¿qué mata? Mata, en primer lugar, la riqueza del viaje: el trayecto. Ahora sólo interesa llegar, el resto es tiempo perdido. No hay trayecto, sólo llegada. Siempre vamos con prisas. Matamos el espacio y el tiempo. Cuando vas en AVE, el espacio cercano hace daño y el tiempo invertido es tiempo perdido.

            La prisa mata también la experiencia. Hay vivencias pero no experiencias: de los viajes enseñamos fotos, instantáneas porque hay que ir rapidito para poder llegar  a otros lugares. Da pena ver a los turistas en Nôtre Dame de Paris o visitando La Piéta del Vaticano: la gente no mira sino que pasa haciendo fotos. La gente no se detiene para dejarse empapar por la atmósfera porque hay que ir a tantos sitios que al final no se ve nada.

            La velocidad mata psicológicamente, nos enloquece. Nos pasa como al Charlot de Tiempos Modernos. El trabajo te obliga a ajustar tus movimientos al ritmo de la máquina de montaje. Lo que se consigue es trastornar  al bueno de Charlot que sale de la fábrica repitiendo sin parar el gesto mecánico al que ha estado sometido en la fábrica durante toda la jornada. Y por eso confunde los botones de un abrigo de señora con las tuercas de la fábrica que le han torturado todo el día.

            Y desde luego mata físicamente: está estudiado que conduciendo a 120 se ganan muchas vidas respecto a ir a 130; y que las muertes se reducirían substantivamente si el tope fuera a 100 kms/h. Pero no hay político que se atreva porque no se lo toleraríamos. Adoramos la velocidad y más si tenemos coches que pueden ir a 150 kms/h.

           
4

            Vamos a ir acabando.  Decía que un homenaje a Sergio y Diego, las víctimas viales que hoy recordamos, es que Pedrajas asuma como tarea colectiva la solidaridad con las víctimas de la carretera y, por tanto, la lucha contra los accidentes de tráfico. Que la gente diga: los pedrajeros están preocupados por estas víctimas; aquí hay sensibilidad por ellas, podemos contar con ellos.

             Para ello es importante exigir mejoras en las carreteras, mejorar la formación de los conductores, y en la seguridad de los vehículos. Pero todo eso tiene un techo que seguramente hemos alcanzado. A partir de ahora será difícil bajar la cifra de accidentados, si sólo contamos con lo anteriormente expuesto.

            Para ganar la batalla tenemos que cambiar nuestra mentalidad en lo referente al urbanismo, al progreso, a los coches y a la velocidad, la gran causante de los accidentes. Los coches no deberían ser necesarios sino ayudas, instrumentos sometidos a nuestra voluntad. Y deberíamos tener presente que la velocidad mata porque vivimos deprisa.

            Muchas gracias, Alcalde, por esta invitación y ojalá que Pedrajas se convierta en una comunidad que siente y entiende la gravedad de las muertes de ciclistas, peatones, viajantes y conductores en las carreteras.

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